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Oración de duelo por la muerte de un ser querido
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Oración de duelo por la muerte de un ser querido

Atravesando el duelo espiritualmente.

Si estás escuchando esta sesión, es posible que un ser querido haya fallecido recientemente. Tal vez aún estés en estado de conmoción, sin saber qué hacer ni cómo seguir adelante. El dolor puede volverse abrumador. Quizá ha pasado algo de tiempo y has comenzado a procesar su partida, pero sientes que tu vida ya no es la misma y no sabes cómo vas a sobrellevar este sufrimiento el resto de tus días. Tu espíritu se siente aplastado por el peso del dolor. Te entiendo profundamente. Duele, duele mucho. Y sentirte en compañía con ese dolor por alguien que ya lo vivió, y que conoce ese dolor, puede quizá dar un poco de consuelo. Después de haber vivido la pérdida de un hijo, aprendí que todo dolor puede convertirse en una oportunidad para acercarnos más a Dios.

Hoy quiero invitarte a sentir ese dolor, a procesarlo. Tu corazón es tierra fértil y sagrada. Oro para poder ayudarte a acercarte más a Cristo, que anhela traer consuelo, sanación y esperanza. Te invito a tomar un cuaderno para escribir tus reflexiones y acercarte, de corazón a corazón, a Jesús. Tu sufrimiento es digno de compasión a los ojos del Señor. Él desea sentarse a tu lado, escucharte con ternura y abrazar todo lo que guardas en tu corazón.

Si has perdido a un ser querido, es probable que estés experimentando una gran variedad de emociones. Aunque el duelo es un camino profundamente personal —y no existe una única forma de recorrerlo—, muchos coinciden en que puede compararse con una montaña rusa emocional. En cada curva del camino, surgen nuevas emociones que nos sobrepasan. No se puede huir del dolor. Nos envuelve por completo. ¿Te sientes tú también dentro de esa montaña rusa del duelo, deseando poder bajarte? No estás solo. No estás sola. ¿Te chocan algunas de las emociones o sentimientos que has tenido? ¿Estás luchando contra todos los "debería", "podría" o "quisiera"?

Sé que es difícil. Te invito a que abras tu corazón y empieces a explorar tus valles y montañas con Dios. No será fácil, pero te prometo que valdrá la pena. En el Evangelio de San Juan, Marta le dice a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. ¿Te has dado cuenta de que, cuando ocurre algo doloroso, muchas veces lo primero que hacemos es buscar a alguien a quien culpar? Es como si necesitáramos encontrar una explicación, una razón lógica o un responsable para lo que nos duele. Y cuando se trata de una pérdida tan profunda como la de un ser querido, esas preguntas aparecen con fuerza ¿Pudimos haber hecho algo para evitarlo? ¿Fue nuestra culpa? ¿Por qué nos pasó esto a nosotros? ¿Es un castigo?

El duelo, de forma natural, nos lleva a buscar un sentido a lo ocurrido. Es común que surjan pensamientos sobre posibles culpables o razones detrás de la pérdida de un ser querido, e incluso que aparezca la idea de estar siendo castigados. La culpa, en estos casos, suele actuar como un mecanismo de defensa frente al impacto devastador de aceptar una realidad tan dolorosa. Resulta casi imposible comprender cómo una pérdida tan profunda puede formar parte de nuestra propia historia. A menudo, nos aferramos a la idea de que tenemos cierto control sobre lo que ocurre, solo para descubrir, con dolor, que no podemos manejar el curso completo de la vida.

Cuando sucede una tragedia, no siempre hay respuestas claras. El corazón, herido, lucha por encontrar sentido en medio del sinsentido. La culpa mal dirigida —ya sea hacia uno mismo, hacia los demás o incluso hacia Dios— puede obstaculizar el camino del duelo, atrapando al corazón en la idea de que todo pudo haberse evitado. Esta carga, además, puede afectar la relación con el Señor, especialmente cuando se le atribuye a Él la responsabilidad de la pérdida. En medio del dolor, es natural que surja la necesidad de encontrar un culpable, como una forma de intentar contener un sufrimiento que parece insoportable. A veces, ese dolor se dirige hacia el mismo Dios. En ciertos momentos, puede sentirse como si Él hubiera querido la muerte del ser querido, y esa idea golpea con la fuerza de una ola que arrasa con todo —como un tsunami de dolor. Entonces, brotan sentimientos de traición, abandono, olvido, falta de amor, humillación, miedo, desolación... y una profunda soledad.

El duelo suele ser un proceso desordenado. Las emociones intensas que emergen pueden nublar la verdad. En el corazón del dolor, la realidad de la pérdida es tan difícil de asumir que puede alterar incluso la forma de pensar. Reorganizar la mente y el corazón lleva tiempo. Poco a poco, con el paso del tiempo, se va comprendiendo que el Señor no desea la muerte del ser querido, aunque Él la haya permitido. Él también sufre con esa pérdida. Su corazón se rompe junto al del padre o la de madre, del hijo, del hermano, del cónyuge. Y como hizo con Marta y María, el Señor se sienta junto a quien sufre y llora con él. Jesús no se aleja del dolor: se hace presente en medio de la desesperación.

En San Juan 11, el amigo de Jesús, Lázaro, muere. Jesús pudo haber evitado su muerte, pero no lo hizo. Este hecho podría haber enfadado a alguien, y en efecto, Marta y María se lamentan: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto". Estaban sumidas en el dolor, y sus corazones luchaban por dar sentido a la muerte. También nosotros nos hemos hecho esas mismas preguntas: ¿Dónde estás, Señor, en medio del dolor y del sufrimiento? "Al verla llorar, Jesús se conmovió profundamente en espíritu y se turbó".

La muerte no es natural para el ser humano. Nuestras almas fueron creadas para la eternidad. Por eso, el aguijón de la muerte nos aturde y nos hace caer de rodillas, clamando al Señor para que nos quite el dolor. El sufrimiento del duelo no solo es la ausencia de nuestro ser querido, sino la pérdida de toda la esperanza y el amor que habíamos planeado, de los recuerdos que ya no podemos crear, del perdón que ya no llegamos a ofrecer y de las palabras que ya no podemos retirar. El dolor del duelo toca las partes más profundas de nuestra alma, que anhelan el amor de esa alma de nuestro ser querido. Nuestro corazón y nuestra mente intentan recuperarse, buscando consuelo, solo para darse cuenta de que ese amor no tiene a dónde ir.

Y así, lloramos. Es permitido llorar, porque Jesús lloró. Pero hay una diferencia entre llorar y llorar. Los bebés lloran cuando tienen hambre o dolor para llamar la atención. Dejan de llorar cuando obtienen lo que desean: leche o el consuelo de los brazos de sus padres. Pero cuando nuestro ser querido muere, el corazón llora profundamente, solo para descubrir que no hay consuelo disponible. No en este lado del cielo, y por eso, a veces, el dolor se anida en un lugar inexplicable e incontrolable. El corazón humano llora, y es la única respuesta que el alma puede dar cuando busca aquello que amaba, solo para descubrir que ya no está. Nuestras almas están hechas para amar y para estar en conexión con otras almas, y cuando nos damos cuenta de que ya no podemos tocar esa alma, el dolor es tan grande que parece no tener fin, ni fondo.

Cerraremos con unos últimos minutos de oración. Abramos el corazón y pongámoslo en las manos de Dios. Entreguémosle nuestro dolor, confiando en que Él lo sanará, lo aliviará y nos regalará su paz. Ante el llanto de Marta y de María, Jesús se conmovió profundamente. La Escritura dice: "Se conmovió profundamente y lloró". El consuelo no consiste en disminuir el dolor, sino en acompañar al que sufre. Aquí es donde Jesús se queda con Marta y con María. Llora con ellas y se queda a su lado. Algo reconfortante surge del hecho de estar cerca, de permanecer con quien está profundamente afectado por el dolor. Jesús estuvo con Marta y con María antes de ir a la tumba de Lázaro. Se quedó con ellas, ofreciéndoles el consuelo de su presencia. Jesús no disminuye el dolor causado por la pérdida, no a este lado del cielo, pero se acerca y asume el mismo sufrimiento, revelando así su propio dolor.

Y hace por cada uno de nosotros lo que hizo por Marta y por María. Él también está con nosotros en nuestros momentos de dolor. Él llora con nosotros y permanece a nuestro lado hasta que nuestros corazones encuentran consuelo al saber que Él estuvo con nosotros todo el tiempo.

¿Puedes dejar que el Señor te encuentre en tu dolor más profundo? Háblale desde tu corazón. No hay pena que Él no pueda soportar. Entrégale tu sufrimiento: Él está esperando para ayudarte a llevarlo. ¿Confiarás en Él para que cuide de ti?

Jesús conocía el dolor y el aguijón de la muerte, por eso se quedó con Marta y con María, compartiendo su sufrimiento. El dolor no tiene remedio. No se puede eludir, no se supera. Se atraviesa, se integra y, con el tiempo, se aprende a llevarlo. El Señor siempre nos promete caminar a nuestro lado, especialmente cuando atravesamos los valles y las sombras de la muerte. Nos dice “No temas, porque yo estoy contigo.”

Señor Jesús, te ruego que cures mi corazón roto. Ayúdame a entregarte mi dolor. Quédate conmigo, Señor, porque estoy sufriendo y necesito tu consuelo. Quédate conmigo, Señor, porque soy débil y necesito tu fuerza. Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi luz, y sin Ti, estoy en la oscuridad.

Señor, sabemos que no deseabas la muerte de nuestro ser querido, y que compartes nuestro dolor en esta pérdida. Pero confiamos en que Tú puedes ayudarnos a transformar esta tragedia en una oportunidad para nuestra santificación, convirtiéndola en algo lleno de propósito.

Al concluir nuestro tiempo juntos hoy, permite que las palabras del Salmo 23 entren en tu corazón: "Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento." En el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

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